¿Qué pasaría si la Catedral de Notre Dame de París se quemara y se descubriera que el origen del incendio es producto de la negligencia de un turista extranjero que prendió fuego al interior de ella? ¿Qué ocurriría si por un descuido de un turista chileno se incendiara una sinagoga milenaria en Jerusalén o una mezquita en La Meca? El que miles de hectáreas de las Torres del Paine estén ardiendo es tan grave para Chile como lo serían para franceses, judíos e islámicos las imaginarias destrucciones que acabo de enumerar. Porque los templos de Chile son nuestras cumbres, nuestros bosques, porque nuestro tesoro espiritual y sagrado es nuestra geografía y paisaje. Por eso Neruda en su poema "Entrada a la Madera", cuando se sumerge en el bosque austral, afirma: "en tu catedral dura me arrodillo/ golpeándome los labios con un ángel". Hay turistas que, en estas lejanías, se arrodillan sólo para hacer sus necesidades o quemar papel confort y hacer arder miles, millones de años de historia y prehistoria.
¿Pero merecemos que las Torres del Paine sean nuestras? Quien ha recibido un regalo tan inconmensurable y puro como éste debe cuidarlo. Cuidarlo no significa sólo tener un puñado de guardaparques o levantar hoteles cinco estrellas bajo un cielo de millones de estrellas en noches y amaneceres únicos en el mundo. Hay que primero amar y luego conocer el Ser de lo que se cuida, para merecer "domesticarlo": el verbo fue acuñado por el autor de "El Principito", Antoine de Saint Exupéry, quien sobrevoló como piloto aeropostal y se deslumbró con esta Patagonia hoy afrentada…
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